25 de noviembre: NO MÁS NIÑAS Y MUJERES MIGRANTES VÍCTIMAS DE LAS VIOLENCIAS MACHISTAS.
La frontera sur de España es una de las más desiguales del planeta.
La valla es solo uno de los iconos que amenaza con deshumanizar a quienes intentan superarla y romper la barrera de derechos no reconocidos.
Su olor es el del mar que mata y amenaza con olvidar las violencias de las que se huye, las que se sufren en trayecto, con las que se conviven en la llegada.
Desde Melilla sabemos que hay algo aún peor que ser una persona en movimiento en la frontera sur: Es ser niña o mujer migrante en la frontera sur.
Violencias de las que huir
Las niñas y mujeres con las que convivimos en Melilla arrastran en ocasiones historias de violencia en origen: Acoso sexual, humillaciones en público, falta de credibilidad, injusta culpabilidad…También matrimonios pactados por sus familias ante los que ellas no tienen opción a decidir nada.
Ser libre y romper con esas violencias, tiene un precio: romper con la comunidad.
Tiene un nombre: perder el arraigo.
Layla, es el nombre ficticio desde el que nos acercamos, protegiendo su identidad, a la historia de una joven atrapada en Melilla. Sufrió tocamientos sexuales de su profesor cuando era una niña.
Entonces tenía 12 años y adoraba estudiar y acudir al aula. Pero allí fue sometida a situaciones que la violentaron profundamente sin que nadie acudiera en su ayuda en un claro ejemplo de normalización del acoso machista.
“Mi profesor siempre me decía comentarios sexuales. Yo era la mejor de la clase, siempre ayudaba a mis compañeros. Un día este profesor me obligó a quitarme la chaqueta delante de toda la clase, me puso una chilaba y aprovechó para tocarme los pechos y el cuerpo.
Recuerdo que estaba temblando.
Mis compañeros me preguntaban qué me pasaba, y yo no podía contestar. El profesor, delante de toda la clase, dijo que yo estaba más guapa con la chilaba, que no entendía porqué iba con pantalones.
Mi madre se enfadó muchísimo. Quería hablar con la escuela, pero mi padre la paró y dijo que la culpa era mía por ir vestida de forma provocativa.
Mi padre siempre me culpaba de todo y para solucionar mi problema, me quería casar con un señor de 45 años, cuando yo solo tenía 13”.
Layla solo quería tener amigos, cantar rap, ser libre. Pero eso sigue siendo un problema para muchas mujeres, cargadas con el peso y la culpabilidad de haber deseado ser libres.
“Siempre que tenía un problema, pensaba que la culpa era mía. Pero ahora veo que el problema lo tienen ellos”.
Amira, es también el nombre ficticio que nos permite, sin ponerla en riesgo, conocer a una de las mejores amigas de Layla en Melilla. También ella sufrió violencia, en este caso en el entorno familiar. Tampoco la creyeron:
“Yo iba a casa de mi abuelo, que vivía un poco lejos. Estaba cruzando un descampado y mi primo me estaba siguiendo. Yo tenía 6 años y mi primo, 18. Él llevaba un cuchillo en la mano.
Me puso el cuchillo en el cuello y me dijo, “si hablas, te mato”.
Yo gritaba muy fuerte. Él me tiró al suelo y me intentaba quitar la camiseta.
Yo seguía gritando. Él escuchó voces de alguna persona cerca y se fue. Me dejó tirada en el suelo, llorando.
Volví a mi casa llorando y no le expliqué a nadie lo que había pasado.
Al día siguiente se lo expliqué a mi padre y él no me creyó. Mi madre tampoco quiso creerme.
Desde ese día, mi primo evitó encontrarse conmigo, y yo estuve un año sin salir sola de casa, con miedo. No era capaz de hablar con ningún hombre. A veces siento que esto aún me afecta”.
Violencias en camino - Violencias en la llegada - Violencias con las que convivir
La violencia hacia la mujer migrante no solo se localiza en su país de origen sino que forma parte del trayecto migratorio en cualquier parte del mundo: Niñas y mujeres sometidas, violadas, puestas bajo las órdenes de hombres “protectores” que las consideran de su propiedad, o como víctimas de las redes de trata y explotación con fines sexuales que bajo la promesa de ofrecerles un “salvoconducto”, atrapan a nuevas esclavas sine die.
Pero lo más grave es que hay más violencias. Y que están legalizadas:
Hay una violencia silenciosa y menos mencionada, la institucional, de la que también son víctimas invisibles las mujeres en movimiento “atrapadas” en Melilla:
Las trabas legales les dificultan enormemente poder empadronarse, y esto les priva de poder tener atención médica o derecho a la educación.
Con o sin formación académica previa, la dificultad para lograr permisos de trabajo, les aboca a trabajar sin contratos, sin protección y sin seguridad de ningún tipo a la hora de poder cotizar, de poder denunciar abusos o de estar cubiertas ante accidentes laborales.
Por no mencionar la cuantía de sus salarios, casi siempre como personal de limpieza en casas privadas, por debajo de lo que cobra el personal de limpieza no migrante.
Cuesta entender que con la enormidad de horas que trabajan y con lo minúsculo de sus salarios, puedan mantenerse ellas, y en ocasiones a sus hijos e hijas.
Pero es más difícil de entender aun lo perverso de una ley de extranjería que les niega el permiso de residencia y de trabajo, que les obliga por tanto a “mantenerse del aire” durante al menos tres años desde que se empadronen (si este día llega a darse, en Melilla desde luego es improbable) antes de poder iniciar su solicitud de residencia por arraigo.
O que el sistema macabro en el que la ley se enmarca, no dude en amenazar con retirar la tutela de sus hijos e hijas si las mujeres migrantes “se hacen visibles” y se muestran vulnerables ante él.
Es incomprensible porque es violento y porque es injusto.
Porque somete y arrincona.
Porque nos queremos libres y no valientes. Porque nos queremos sanas y vivas seguimos batallando.
En red.
Sin tregua y ni tiempo.
Como mujeres fuertes y unidas.
Víctimas del sistema pero supervivientes ante sus crueldades.
Capaces de transformarlo y de hacerlo más habitable, para el disfrute de todas.
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