Cuando decidí viajar a Melilla para trabajar en terreno junto al equipo de voluntarias de Solidary Wheels, esperaba muchas cosas.
Esperaba todo lo que alguien que ha trabajado en el ámbito social con personas en movimiento, puede esperarse de un territorio de frontera.
La hostilidad, la violencia.
La mirada de una vida bloqueada, que espera a que un día, simplemente toque dejar de esperar.
Esperar a que tus derechos humanos, se hagan efectivos ante los ojos del mundo.
A que los cuerpos y las vidas de tantas personas, dejen de resultar invisibles.
Imaginaba lo que sería lidiar con la injusticia.
Realizar un trabajo de acompañamiento jurídico, o intervención social con los menores, jóvenes y familias, que forman parte del tejido más esencial, de una ciudad que les da la espalda en tantos sentidos.
Pero lo que no imaginaba, o al menos nunca llegué a visualizarlo de una manera tan explícita, era que en el camino de ese trabajo de defensa de los derechos humanos, iba a encontrarme tan vulnerable.
Tan cuestionada.
Tan señalada, y violentada.
Las voluntarias (concretamente las que formamos parte del equipo de Solidary Wheels) somos testigo cada día de la violencia física, psicológica y administrativa que se ejerce sobre todas las personas en tránsito y racializadas que conviven en la Ciudad Autónoma.
De las tácticas de humillación y las agresiones por parte de las Fuerzas de Seguridad.
Del laberinto burócratico, y la violencia administrativa que se impone en las esperas y tramitaciones de cada administración.
De las estrategias de fraude y manipulación por parte de algunos ciudadanos que se aprovechan de la vulnerabilidad de los jóvenes extutelados.
Nuestro trabajo está en situarnos acompañando a estas personas.
Así que podríamos decir, que esta violencia que vivimos en segunda persona, forma parte de los impactos emocionales del trabajo que como activistas hacemos.
Pero cuando actúas en terreno y trabajas en esta defensa de los derechos, acabas descubriendo que la violencia, la intimidación, y la presión social, también se dirige en primera persona hacia ti.
Esto, descubrí, tiene el nombre de criminalización de la solidaridad.
Y es un concepto que debería de formar más parte del discurso dentro de los grupos sociales, de activismo, en la cultura de los derechos fundamentales y humanos y en cualquier educación integral que como ciudadanas creamos necesitar para construir un futuro más justo.
La “Declaración de los defensores de derechos humanos” de la ONU establece que todos (individualmente u organizados en asociación) tienen el derecho de promover los derechos humanos y la libertad fundamental y de solicitar y recibir recursos para ese propósito. El estado tiene la responsabilidad de proporcionar un entorno propicio para implementar esas actividades y "el estado debe tomar todas las medidas necesarias para garantizar la protección de todos contra cualquier tipo de violencia, amenaza, represalia, discriminación o acción arbitraria contra el ejercicio de sus derechos”.
Lejos del cumplimiento y la consideración de esta Declaración de la ONU, las personas que trabajamos en el activismo, ya sea en un territorio de frontera como Melilla o en cualquier otra causa de defensa de los derechos, nos sentimos desprotegidas, por las leyes y las fuerzas de Seguridad, por las administraciones y también, por parte de la sociedad civil.
Nos enfrentamos a continuos juicios, sociales, de opinión y también procesales.
Somos identificadas mientras hacemos nuestro trabajo.
Recibimos amenazas, multas y persecución policial.
En Melilla, hacer un acompañamiento a frontera para realizar en el ejercicio de tus funciones una consulta sobre la situación jurídica de una persona, puede suponer el riesgo de enfrentarte a la agresividad arbitraria de personas que te tratan como si tu presencia allí, además de suponer una amenaza, fuera algún tipo de delito.
Se criminalizan tareas como la asistencia y repartos de comida a personas que viven en situación de calle.
Parece que nosotras, activistas y trabajadoras de una Asociación, hemos inventado, dado forma y sido las creadoras del llamado “Efecto llamada”.
Algún día, hemos tenido que pararnos a escuchar como se argumentaba, que nuestra presencia en un determinado lugar de la ciudad, suponía la llamada a esas personas para que estuvieran en las calles.
Lidiar con la incomprensión de una sociedad injusta, que no solo mira para otro lado, sino que busca responsabilizar y culpar a quién trabaja en el marco de la solidaridad, parece haberse convertido en una competencia más de este trabajo.
En París y Calais, las autoridades y policía francesas intentan disuadir la asistencia humanitaria a los migrantes por medios administrativos (por ejemplo, poniendo multas de coche, impidiendo la distribución de alimentos) y mediante la violencia, el hostigamiento, la intimidación, el arresto y procesos judiciales. Una investigación identificó 600 incidentes de intimidación y violencia por parte de la policía contra voluntarios entre noviembre de 2017 y julio de 2018 en la región de Calais.
En España, tras una investigación fallida contra ella, la periodista y activista de derechos humanos española Helena Maleno, fue llevada a los tribunales en Marruecos por acusaciones de colaboración con traficantes debido a su trabajo para proteger a los migrantes en el mar Mediterráneo entre Marruecos y España. Finalmente fue absuelta en abril de 2019 por falta de pruebas.
ONGs que llevan a cabo operaciones de búsqueda y rescate, en el mar Mediterráneo también están siendo acusadas de confabular con contrabandistas y crear factores de atracción para los migrantes a Europa. Concretamente, tras el estreno de la película “Mediterráneo”, algunos grupos políticos señalan a los fundadores de Open Arms, como “traficantes de una mafia”.
Recientemente, Domenico Lucano, ha sido sentenciado a trece años de prisión por presuntos delitos en la gestión de la acogida a migrantes, que realizaba en su pueblo, Riace, que era conocido por su modelo de acogida de inmigrantes que atendió a cientos de personas y familias.
Estos son, algunos ejemplos de la materialización de esta criminalización de la solidaridad.
Pero hay acciones diarias que intimidan y amenazan el trabajo diario de las personas voluntarias y activistas en la ciudad de Melilla. Personas que muchas veces, son ciudadanas de la Ciudad Autónoma, siendo diana de la presión social, los enjuiciamientos y tácticas de acoso que se generan como consecuencia del trabajo que hacen.
Es necesaria la visibilización y concienciación de que esto existe, porque para defender los derechos humanos, tenemos también que protegernos.
Sentirnos apoyadas,
o simplemente libres.
Alejandra Sánchez, voluntaria de Solidary Wheels
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